El hombre a gatasI
Al principio nadie le dio importancia. Era la cosa más normal del mundo que un niño de su edad se pasase el día recorriendo la casa a gatas, echando carreras consigo mismo o retando al gato a participar en los 7 metros pasillo. En esta última prueba rara vez salía victorioso, excepto que a alguien le diese por freír sardinas. Entonces su contrincante dimitía y él podía proclamarse campeón, recorriendo el pasillo un par de veces para que el público reconociera su victoria. Los cojines lo miraban impasibles, sobrecogidos por la admiración y por su condición de objetos inanimados. Aún así, él seguía su marcha triunfal con la cabeza bien alta, regalando sonrisas de babas a todo aquel que quisiera quedarse con alguna.
Los pantalones acumulaban remiendo sobre remiendo, y debajo de éstos, también la piel comenzaba a gastarse en la zona de las rodillas. Su abuela repartía quejas casi a la misma velocidad que él sonrisas babeantes. Utilizaba las orejas a modo de embudo, incrustando reproches por el oído de su interlocutor. Empujando siempre, porque normalmente el tímpano actuaba de colchoneta, haciéndolas rebotar hacia fuera - Porque ya no tengo edad, vamos a ver, ni edad ni ojos para andar cosiendo todo el santo día pantalones. Que se ha pasado una la vida entera bordando sábanas y servilletas para llegar a vieja y seguir haciendo lo mismo. Y si se rompen que se rompan, ¿no va a tener dinero suficiente su padre para comprarle unos pantalones nuevos?
Pero la piel seguía gastándose, y con ella los pantalones.
Recordaba el día de su cuarto cumpleaños. Un hombre, al que no había visto jamás, presentó a todos la solución a los remiendos, a las palmas de las manos rugosas y duras, porque así habían comenzado a ponérsele desde hacía un tiempo. Y esas no son manos de niño, decía la abuela, son manos de hombre, de hombre que ha pasado años comiendo de ellas.
Eso mismo comenzó a repetir, por enésima vez, en aquel mismo momento. Mientras tanto, alentaba a la gente a cercarse a su nieto - Pero miren ustedes, toquen, toquen estas manos… ¡y qué manos, señor! Que cuando el niño aplaude saltan chispas, como golpear dos piedras, así, una contra… clap clap clap…
Sujetaba las manos del niño mientras las chocaba en un aplauso triste.
- Vamos, vamos … - Alguien la agarró por los hombros y tiró de ella.
- Venga abuela, ahora cómase usted este pinchito de Atún, que está muy rico…
- No me gusta el atún, a mí…
Pero la mano desconocida ya le había incrustado el pan en la boca.
- Otro, otro. – Se pasó la lengua áspera por la boca- que rico, que rico sabe.
- Mientras come, por lo menos no habla.
El desconocido carraspeó con fuerza, intentando llamar la atención. No sabía si hablar o quedarse callado.
- Debería mirarse esa tos… ¿Quiere usted un vaso de agua?
- No, si no es eso.
Había conseguido reunir unas cuantas miradas. Era el momento.
- No es que yo lo considere el invento del siglo, vamos a ver, pero si puede ayudar a que los pantalones resistan un poco más…
De una bolsa de plástico sacó dos cuerdas y varios trozos de gamuza amarilla.
-Así que la cosa es bien sencilla… se ata esto pro aquí a la rodilla del niño, eso es, una en cada pierna. Ahora se coloca la gamuza en la zona de la rodilla… así, y listos.
El hombre lo levantó en el aire, para que todos pudieran observar el mecanismo. Los cuchicheos comenzaron a zumbar sobre las mesas, haciendo compañía a las moscas que revoloteaban sobre montones de pasteles roses, azules y amarillos.
-Pues no es nada tonto, no.
-Y los suelos quedarán brillantes…
-¡Limpísimos!
-Yo creo que hare lo mismo con los míos, porque son igualitos que serpientes, todo el día con la barriga pegada al suelo.
-Y yo, yo…
-Yo también.
Sonreía orgulloso, agitando la barriga con risas hinchadas. Igual que él debía de haberse sentido el hombre que un buen día decidió ponerle un palo a un caramelo, o incluso como el ilustre don Emilio Bellvis, creador de la fregona.
Con tanta agitación de barriga, los brazos comenzaron también a temblarle. El niño se agitaba en ellos, asustado. Nunca le habían gustado demasiado las alturas, el suelo le había parecido siempre más seguro. No levantarse implicaba una tranquilidad que hasta ahora nunca había visto en todas las personas que correteaban a su alrededor. No era imbécil, podría haber aprendido a caminar si hubiese querido ¡qué ya tenía cuatro años! Lo sentía por su abuela y sus dedos sangrantes, por aquellas manchas rojas que aparecían cada vez que la aguja le atacaba la piel. – Mira hijo, mira, cómo sufre tu abuela para que tú puedas andar hecho todo un principito.
El temblor de brazos había pasado a ser preocupante. Dirigió los ojos hacia su madre, esperando que detuviese todo aquel circo. Vamos mamá, mamá, mírame mamá. Que me voy a caer, que me voy a caer y el suelo es duro desde tan alto. Pero no le hizo caso. Estaba ocupada cebando con bandejas repletas de canapés a la abuela, que palmoteaba feliz entre el chóped y el atún.
Entonces pasó lo inevitable. Ahora nada los sujetaba, y por lo que él sabía, por mucho que la gente pudiese saltar, correr y caminar, el dominio del aire les estaba negado. Solo quedaba una cosa: la caída. Los botones comenzaron a pasar frente a sus narices uno tras otro, él se estaba cayendo de un sexto piso, y cada botón era una ventana que le recordaba que el suelo estaba más y más cerca. El cinturón, los pantalones. Cuando llegó a los zapatos, cerró los ojos.
-Gordo inútil…
-¡Qué alguien se lleve a esta vieja de aquí!
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Continuará...